Al final, cualquier
excusa es válida para reunirse, para que nos demos compañía y nos dediquemos a contarnos historias.
Esta es, al fin y al cabo, la verdadera función de la literatura, da lo mismo
que sea al calor de una hoguera una noche de verano o junto a la chimenea en el
frío invierno, por una razón cualquier o por una fecha determinada, el día del libro por ejemplo
o el nacimiento de un escritor, o porque de algo habrá que hablar, ya estemos
en el campo, en una casa o en un bar, también da igual que empleemos un libro
convencional, en papel, si puede ser algo ajado y amarillentas sus hojas, o
cualquier formato de esos que se emplean hoy, lo que importa, lo que de verdad
tiene valor, es leer y compartir relatos, ideas y sensaciones.


Pero ¿acaso hay alguna
costumbre que no sea importada, que adoptemos en algún momento, que finjamos
que es real?¿No somos al fin y al cabo consecuencia de mezcolanzas varias, de gestos
que se intercambian, a veces se imponen, en ocasiones se van asumiendo sin que
nos demos cuenta, incluso por puro placer?

Así que la noche de
ánimas o de muertos o de espíritus macabros, lo que sea, nos reunimos en la
terraza del bar El Allende, en pleno Portugalete, y mientras por las calles del
casco viejo de la Villa se cruzaban gentes del lugar con disfraces variados, un
tanto tenebrosos y por supuesto mortuorios, nosotros nos dedicamos a compartir
historias, un rato lago disfrutando con la literatura.
No pudieron faltar Poe,
Bécquer o Larra, pero también otros que nos obnubilaron, nos sacaron un poco de
resquemor o, por el contrario, nos hicieron reír, que también los hubo.
Llegamos incluso a cantar, aun cuando esto contraviniese el deber de sentir
miedo o incertidumbre. No olvidemos que hablamos de la muerte y del más allá,
no cabe más incertidumbre. Pero nada da de verdad miedo si se comparte un rato
de camaradería y de literatura.
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