No hay duda de que
literatura y naturaleza caminan de la mano desde el inicio de la humanidad, con
los primeros balbuceos con que la gente intentaba comprender lo que les
rodeaba. Nuestra sociedad, tan desarrollada y tecnológica, ha cometido el
pecado de pretender alejarse de la naturaleza con la falsa idea de que el
desarrollo industrial y tecnológico iba a suplir lo que nos perdíamos al
abandonar ese contacto y encerrarnos entre tanto cemento. En la Margen Izquierda
hemos conocido bastante este alejamiento. Por fortuna, la llegada anual de la
primavera nos recuerda que no es tan fácil distanciarse de la naturaleza, no es
sano ni conveniente, y la literatura nos señala lo que intuíamos.
De allí que en Cómplices
Literarios decidiéramos retomar ese contacto con lo natural, reestableciendo en
primer lugar ese vínculo entre literatura y naturaleza. Y lo hiciéramos en esos
resquicios que poco a poco vamos ganando al cemento. El pasado 6 de abril,
sábado, nos reunimos otra vez, inicio de la primavera, para pasear por el
parque Ellacuria, ese pequeño espacio tras la Iglesia de San Ignacio de Loyola
y la UNED y de la mano de Joseba Martínez pudimos saber de los árboles que tal
vez hayamos visto de vez en cuando, de soslayo, pero que pocas veces nos hemos
detenido a observarlos de verdad. Y mucho menos con un poema que los describiese.
El espacio de ese parque es
especial, además de idóneo. Nos lo cuenta el propio Joseba: los dos edificios
de la UNED fueron en su momento de los jesuitas, viajeros y curiosos, que
trajeron las semillas de árboles lejanos y los sembraron entre nosotros,
gracias a lo cual podemos hoy disfrutar de especies lejanas que se nos han
convertido en habituales, gracias a esa presencia suya, tan silenciosa y
amable. Algunos de nosotros habíamos cruzado o paseado por ese parque, nos
habíamos instalado en alguno de sus bancos para leer o hablar o simplemente descansar,
sin saber que nos rodeaban árboles de tan variados orígenes.
Antes de entrar en
materia, la de los árboles, sus características y los poemas que los
ensalzaban, cupo un breve recuerdo a Ignacio Ellacuría, portugalujo, que hace
treinta años fue asesinado tras una vida entregada a la defensa de los más
desfavorecidos y de los derechos humanos. Ni qué decir tiene que defender la
naturaleza pasa sobre todo por defender la dignidad humana, y ambas defensas
siguen siendo, por desgracia, fundamentales todavía hoy.
Tras el homenaje, nos
detuvimos ante varios árboles, un pino, un laurel, un magnolio, un aguacatero,
varios cedros, un níspero y un platanero que nos sugirieron otros lugares y
otros tiempos, nos recordaron textos antiguos y modernos, nos asomaron a una dimensión
tan ligada a otros espacios y a otros tiempos, todo ello sin salir del parque
Ellacuría, sin habernos dado cuenta de que este lugar no sólo asoma a esa bahía
que no por haberla visto una y mil veces deja de maravillarnos, sino a más
mundos que están en este, dicho esto sin ánimo de parecer un anuncio de esos
tan sensibleros.
Estuvimos juntos poco más
de una hora, tiempo que nos pareció corto y que nos supo a poco, que nos ayudó
a romper con la rutina, pero sobre todo nos permitió descubrir un rincón de
Portugalete por el que pasamos a menudo. Joseba nos enseñó a mirar a nuestro
alrededor y juntos recordamos también que la literatura no es sólo un acto
individual, sino que es un acto colectivo. Y hasta el clima, tan lluvioso estos
días, hizo un alto, nos brindó una tregua para que nuestro paseo fuera
inolvidable.
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